Los viajes, aún cuando se repita un trayecto muchas veces, siempre nos enseñan rincones o perspectivas que antes nos pasaron desapercibidas. Por otro lado, los momentos en que desarrollamos un viaje son distintos así como las circunstancias que nos rodean. Esto es lo que hace que cada viaje sea una pequeña aventura aunque no suceda nada extraordinario.
Así lo vivía de niño cuando recorría el trayecto en tren desde las inmediaciones de Monforte hasta Vigo a mitad de la década de los años cincuenta.
De pie, pegada la nariz al cristal de la ventana, pues no quería perder detalle de todos los lugares por donde circulaba el tren, auscultaba las alteraciones que se producían en cada uno de los dos posibles paisajes al alcance de mi vista: por el que discurría con vistas al río Miño o por el lado de la montaña. Los dos eran atractivos aunque el de la montaña, tenía muchos tramos en que los taludes impedían ver algo.
La sucesión de estaciones, más de veinte, me era bien conocida y también el tramo entre unas y otras. Esto causaba cierta admiración entre algunos viajeros cuando alardeaba con mi familia de ello.
Los trenes iban abarrotados de gente variopinta, cargando equipajes de lo más diverso y, como no podía ser de otra manera, viajando por motivos muy diferentes. Aquella mezcolanza generaba conversaciones de todo tipo incluso transacciones comerciales en pleno viaje. Era una mezcla de mercadillo, salón de tertulia y calle peatonal concurrida, pues muchos viajeros no paraban de ir de un extremo al otro del tren buscando un no se qué.
Entre el traqueteo, los pitidos, los chirridos de ruedas y railes, era normal alzar el tono de voz para hacerse escuchar. Por encima de los gritos de los niños en sus juegos o sus gemidos por algo que reclamaban, las risas o cantos de algún grupo, era posible escuchar los qui-qui-ri-quí o co-co-ro-có de gallo o gallina que, atados por la patas iban a ser vendidos en los mercados. En ocasiones también se compartía viaje con otros animales (crías de cerdo, patos, etc.) que, en sacos, también contribuían con sus lamentos a este maravilloso trasfondo sonoro que se vivía en el interior de los vagones.
Los olores. Estos podían ser embriagadores si se trataba de frutas como manzanas o cerezas o bien nauseabundas cuando era de animales, bacalao o ve tu a saber qué.
A la altura de la estación de Frieira, el río Miño hace frontera con Portugal y, a partir de este punto, un nuevo contingente de viajeros casi imperceptible, compuesto básicamente por mujeres, se situaban en lugares acordados del tren, en las inmediaciones de las puertas de acceso. Luego vienen las estaciones de Pousa, Arbo y el apeadero de Sela en que se repite la operación.
Muy pocos viajeros percibíamos como en los trayectos entre éstas estaciones, en puntos acordados, el tren disminuía la velocidad hasta el punto en que era posible coger al vuelo un saco entregado por unos repentinos viandantes que aparecían entre el matorral y que las hábiles mujeres lo introducían en el tren sin que el resto de viajeros se diesen cuenta. Los sacos contenían el famoso café Sical "o mellor de Portugal" como decía su publicidad. Acto seguido los paquetes eran camuflados de las más diversas maneras: unos iban a parar a una prenda interior con bolsillos del tamaño adecuado lo que convertía en pocos minutos a las porteadoras en unas orondas señoras; la complicidad de muchos ferroviarios las hacía conocedoras de los más diversos huecos para ocultar del resto de la mercancía, como desatornillar parte de las tablas de la decoración de los vagones e introducirlos en su interior.
La mayor parte del café era destinado a Vigo, pero no alcanzaba la ciudad por vía férrea. En el trayecto Porriño-Redondela, antes o después del apeadero de los Valos descendía del tren de la misma manera en que era subido: mediante una estudiada ralentización de la velocidad para que otros viandantes oportunos lo hiciesen llegar a la ciudad por otros medios.
En esta compleja trama, como podemos ver, estaban implicados un colectivo muy amplio donde figuran los guardias fronterizos tanto de Portugal como de España, las gentes de los dos lados de la frontera, ferroviarios, porteadores y, finalmente, los comerciantes que acercaban al consumidor un producto bien escaso en aquellos tiempos de penuria.
Los participantes en esta compleja trama recibían en pago por su participación los paquetes de café acordados que, naturalmente, convertían en dinero al venderlos participando así en un doble papel. Muy pocos hacían fortuna, pero ayudaba en las mermadas economías de la época.
La parte más compleja y arriesgada de toda esta operación consistía en negociar con algunos miembros de la seguridad fronteriza el momento y lugar en que se iban a realizar las operaciones. En este punto es donde intervenían las cónyuges de los guardias y las estraperlistas que, fuera de la vista del cuerpo armado, podían establecer las condiciones de forma menos comprometedora y que, lógicamente, consistía en no aparecer las famosas parejas de guardaciviles por determinados lugares en el momento señalado.
Pero esto no siempre funcionaba bien y, a veces, un chivatazo o un repentino dispositivo de control ponía en peligro la operación. En la mayoría de los casos era posible avisar con urgencia y se actuaba con suma rapidez: se introducía de nuevo en los sacos y, por las puertas y ventanas, se tiraba en lugares escogidos para recogerlos de nuevo, si era posible, posteriormente.
Cuando esto sucedía, a no mucha distancia de la estación de Guillarei, dónde unos taludes a ambos lados de la vía hacía que los guardiaciviles alcanzasen la altura de las ventanillas. Se hacía parar el tren. Un numeroso contingente de guardias civiles situados a ambos lados del convoy apuntaban entonces sus fusiles a las ventanas, en medio de un gran silencio. Un mando con tres o cuatro guardias entraba a continuación en el tren pidiendo la documentación y registrando a todos los viajeros. De principio a fin. No era nada raro que a alguno lo llevasen detenido por una u otra razón. La escena duraba bastante tiempo y la tensión hacía que los minutos parecían interminables. Al final el tren se ponía de nuevo en marcha pero todo la algarabía de sonidos que previamente nos acompañaba en el viaje había desaparecido y, con este silencio, llegábamos a la estación viguesa. Incluso los animales que iban a ser vendidos en los mercados iban en silencio.
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