martes, 22 de abril de 2008

Aquellos viajes...

Los viajes, aún cuando se repita un trayecto muchas veces, siempre nos enseñan rincones o perspectivas que antes nos pasaron desapercibidas. Por otro lado, los momentos en que desarrollamos un viaje son distintos así­ como las circunstancias que nos rodean. Esto es lo que hace que cada viaje sea una pequeña aventura aunque no suceda nada extraordinario.

Así­ lo viví­a de niño cuando recorrí­a el trayecto en tren desde las inmediaciones de Monforte hasta Vigo a mitad de la década de los años cincuenta.

De pie, pegada la nariz al cristal de la ventana, pues no querí­a perder detalle de todos los lugares por donde circulaba el tren, auscultaba las alteraciones que se producí­an en cada uno de los dos posibles paisajes al alcance de mi vista: por el que discurrí­a con vistas al rí­o Miño o por el lado de la montaña. Los dos eran atractivos aunque el de la montaña, tení­a muchos tramos en que los taludes impedí­an ver algo.

La sucesión de estaciones, más de veinte, me era bien conocida y también el tramo entre unas y otras. Esto causaba cierta admiración entre algunos viajeros cuando alardeaba con mi familia de ello.

Los trenes iban abarrotados de gente variopinta, cargando equipajes de lo más diverso y, como no podí­a ser de otra manera, viajando por motivos muy diferentes. Aquella mezcolanza generaba conversaciones de todo tipo incluso transacciones comerciales en pleno viaje. Era una mezcla de mercadillo, salón de tertulia y calle peatonal concurrida, pues muchos viajeros no paraban de ir de un extremo al otro del tren buscando un no se qué.

Entre el traqueteo, los pitidos, los chirridos de ruedas y railes, era normal alzar el tono de voz para hacerse escuchar. Por encima de los gritos de los niños en sus juegos o sus gemidos por algo que reclamaban, las risas o cantos de algún grupo, era posible escuchar los qui-qui-ri-quí­ o co-co-ro-có de gallo o gallina que, atados por la patas iban a ser vendidos en los mercados. En ocasiones también se compartía viaje con otros animales (crías de cerdo, patos, etc.) que, en sacos, también contribuí­an con sus lamentos a este maravilloso trasfondo sonoro que se viví­a en el interior de los vagones.

Los olores. Estos podí­an ser embriagadores si se trataba de frutas como manzanas o cerezas o bien nauseabundas cuando era de animales, bacalao o ve tu a saber qué.

A la altura de la estación de Frieir­a, el rí­o Miño hace frontera con Portugal y, a partir de este punto, un nuevo contingente de viajeros casi imperceptible, compuesto básicamente por mujeres, se situaban en lugares acordados del tren, en las inmediaciones de las puertas de acceso. Luego vienen las estaciones de Pousa, Arbo y el apeadero de Sela en que se repite la operación.

Muy pocos viajeros percibí­amos como en los trayectos entre éstas estaciones, en puntos acordados, el tren disminuí­a la velocidad hasta el punto en que era posible coger al vuelo un saco entregado por unos repentinos viandantes que aparecí­an entre el matorral y que las hábiles mujeres lo introducí­an en el tren sin que el resto de viajeros se diesen cuenta. Los sacos contení­an el famoso café Sical "o mellor de Portugal" como decí­a su publicidad. Acto seguido los paquetes eran camuflados de las más diversas maneras: unos iban a parar a una prenda interior con bolsillos del tamaño adecuado lo que convertí­a en pocos minutos a las porteadoras en unas orondas señoras; la complicidad de muchos ferroviarios las hací­a conocedoras de los más diversos huecos para ocultar del resto de la mercancí­a, como desatornillar parte de las tablas de la decoración de los vagones e introducirlos en su interior.

La mayor parte del café era destinado a Vigo, pero no alcanzaba la ciudad por ví­a férrea. En el trayecto Porriño-Redondela, antes o después del apeadero de los Valos descendí­a del tren de la misma manera en que era subido: mediante una estudiada ralentización de la velocidad para que otros viandantes oportunos lo hiciesen llegar a la ciudad por otros medios.

En esta compleja trama, como podemos ver, estaban implicados un colectivo muy amplio donde figuran los guardias fronterizos tanto de Portugal como de España, las gentes de los dos lados de la frontera, ferroviarios, porteadores y, finalmente, los comerciantes que acercaban al consumidor un producto bien escaso en aquellos tiempos de penuria.

Los participantes en esta compleja trama recibí­an en pago por su participación los paquetes de café acordados que, naturalmente, convertí­an en dinero al venderlos participando así­ en un doble papel. Muy pocos hací­an fortuna, pero ayudaba en las mermadas economí­as de la época.

La parte más compleja y arriesgada de toda esta operación consistí­a en negociar con algunos miembros de la seguridad fronteriza el momento y lugar en que se iban a realizar las operaciones. En este punto es donde intervení­an las cónyuges de los guardias y las estraperlistas que, fuera de la vista del cuerpo armado, podí­an establecer las condiciones de forma menos comprometedora y que, lógicamente, consistí­a en no aparecer las famosas parejas de guardaciviles por determinados lugares en el momento señalado.

Pero esto no siempre funcionaba bien y, a veces, un chivatazo o un repentino dispositivo de control poní­a en peligro la operación. En la mayorí­a de los casos era posible avisar con urgencia y se actuaba con suma rapidez: se introducí­a de nuevo en los sacos y, por las puertas y ventanas, se tiraba en lugares escogidos para recogerlos de nuevo, si era posible, posteriormente.

Cuando esto sucedí­a, a no mucha distancia de la estación de Guillarei, dónde unos taludes a ambos lados de la vía hací­a que los guardiaciviles alcanzasen la altura de las ventanillas. Se hací­a parar el tren. Un numeroso contingente de guardias civiles situados a ambos lados del convoy apuntaban entonces sus fusiles a las ventanas, en medio de un gran silencio. Un mando con tres o cuatro guardias entraba a continuación en el tren pidiendo la documentación y registrando a todos los viajeros. De principio a fin. No era nada raro que a alguno lo llevasen detenido por una u otra razón. La escena duraba bastante tiempo y la tensión hací­a que los minutos parecí­an interminables. Al final el tren se poní­a de nuevo en marcha pero todo la algarabí­a de sonidos que previamente nos acompañaba en el viaje habí­a desaparecido y, con este silencio, llegábamos a la estación viguesa. Incluso los animales que iban a ser vendidos en los mercados iban en silencio.

Esta fue una experiencia vivida en varias ocasiones a la que no era fácil acostumbrarse.